Mira a tu alrededor. Abre cualquier red social. Escuchas las noticias.
Y sí… da un poco de vértigo.
Vivimos en un mundo en ebullición permanente: guerras que se alargan, tensiones políticas que se enquistan, una polarización social que ya no se queda en los parlamentos ni en los platós… sino que se cuela en la mesa de casa, en el grupo de WhatsApp, en el trabajo, en la calle. A veces cerramos el móvil o apagamos la tele con esa sensación rara de agobio, como si estuviéramos caminando sobre un campo minado de palabras mal interpretadas, de miedos y de trincheras.
Lo más irónico es esto: nunca hemos estado tan conectados. Podemos hablar con alguien al otro lado del planeta en segundos. Ver en directo lo que ocurre en cualquier rincón del mundo. Tener información infinita al alcance del pulgar.
Y, sin embargo, demasiadas veces usamos ese poder para lo contrario de lo que prometía: no para entendernos, sino para gritarnos más fuerte. Para buscar razones para estar en desacuerdo. Para encerrarnos en burbujas donde solo escuchamos a los que piensan como nosotros.
La polarización no se cura con más ruido
Aquí es donde conviene parar y respirar hondo.
Porque cuando se apagan los micrófonos y se bajan los gritos, queda una verdad incómoda pero clarísima: la única salida real es hablar. No el monólogo. No la frase brillante para ganar puntos. La conversación de verdad.
Y ojo: esto no va de “ser buenista”, ni de mirar el mundo con ingenuidad. Al contrario: dialogar es lo más práctico y, a la vez, lo más difícil que existe. Sentarse con quien piensa distinto. Escuchar de verdad (no solo esperar tu turno para responder). Y buscar ese punto, por pequeño que sea, desde el que construir algo.
La historia no la escriben solo quienes ganan batallas. Muchas veces la cambian quienes, en los momentos de mayor tensión, tuvieron la valentía de extender la mano.
Paz no es silencio: la paz es acción diaria
La paz no es solo eso que ocurre cuando no hay ruido de balas.
La paz es activa. Es un lío. Es trabajo.
Es elegir no deshumanizar al otro por ser diferente. Es abandonar el “o conmigo o contra mí” y probar con algo más simple y más valiente: “explícame, que quiero entender”.
Porque en el fondo, gran parte del conflicto nace ahí: en que dejamos de ver personas y empezamos a ver etiquetas. “Los míos” y “los otros”. Y cuando el otro deja de ser humano, cualquier cosa parece justificable.
¿Qué podemos hacer nosotros ante todo esto?
Mucho más de lo que creemos.
No vamos a resolver la geopolítica desde el salón de casa, cierto. Pero sí podemos influir en lo que tenemos cerca, que es donde empieza todo: en la convivencia cotidiana, en el lenguaje, en el tono, en lo que compartimos y en lo que alimentamos.
Pequeños gestos que frenan la polarización
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Dejar de compartir contenido que solo busca herir, ridiculizar o incendiar.
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Antes de reenviar algo, preguntarnos: ¿esto informa o solo enfada?
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Cambiar el “qué barbaridad dices” por un “¿por qué piensas así?”.
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En familia, en el trabajo o con amigos, atrevernos a ser quien baja el volumen y propone un terreno común.
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Practicar una especie de higiene mental: menos “batallas” en redes y más conversaciones reales.
Puede parecer una gota en el océano, sí.
Pero las mareas cambian así: gota a gota.
Esperanza ciudadana: aprender a navegar juntos
El panorama a veces parece oscuro. Y cansado.
Pero también está lleno de gente —como tú y como yo— que ya está harta del enfrentamiento. Gente que tiende puentes en su día a día. Gente que no necesita tener toda la razón para seguir queriendo convivir.
La esperanza no es esperar a que pase la tormenta.
La esperanza es aprender a navegar juntos en ella.
Y al final, todo se reduce a recordar algo muy simple: compartimos este mismo pedacito de roca en el universo. Nuestro destino está atado. O encontramos la manera de arreglar las cosas hablando… o no habrá manera de arreglarlas.
Vale la pena intentarlo, ¿no crees?

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